Artículo de Humberto Santos Bautista

El paquete de reformas que en el aniversario de la promulgación de la Constitución —el 5 de febrero— presentó el presidente de la República ha generado un intenso debate que podría sintetizarse en tres ejes: unos sostienen que tienen un carácter electorero para favorecer a la candidata presidencial de su partido, Morena.

Otros argumentan que son una especie de jugada maestra para entrampar a la oposición por los costos políticos que tendrían que pagar si no las aprueban, toda vez que se incluyen demandas muy sensibles para amplios sectores de la sociedad, por ejemplo, el tema de las pensiones y los salarios.

Por último, están quienes señalan que es el legado político de Andrés Manuel López Obrador y una especie de blindaje para asegurar la trascendencia de su proyecto denominado 4T y, con ello, pasar a la historia. Además de amarrar las manos a su sucesora en la presidencia con la propuesta de reducir del 40 al 30% en el tema de la revocación de mandato, si en el ánimo de la nueva presidenta estuviera la tentación de dar un viraje para diferenciarse de su antecesor.

Sin embargo, hay también quiénes tratan de ver una especie de obsesión presidencial por pasar a la historia, al sostener que López Obrador tiene previsto que si su paquete de reformas se atoran en el Congreso [porque sabe que no tiene los votos necesarios], tiene preparado un decreto para nacionalizar la minería.

En ese mismo contexto y siguiendo en ese terreno sinuoso y resbaladizo de la especulación, se afirma también que el paquete de reformas presentado de última hora [en realidad], es una especie de distractor por los efectos que tuvo en la opinión pública, dentro y fuera del país, la publicación del reportaje de Tim Golden -reportero de ProPublica-, titulado: “¿Entregaron los narcotraficantes millones de dólares a la primera campaña del Presidente Mexicano López Obrador?”, y que fue secundado por otro de Anabel Hernández en el mismo tenor.

Las reacciones que se tuvieron desde la propia presidencia de la República contribuyeron a alimentar esa percepción, por lo que en estas circunstancias, quizá sea pertinente plantearse una serie de preguntas para tratar de entender el contexto en el que se proponen las reformas de López Obrador.

¿Las reformas son para adecuar la Constitución a las necesidades del pueblo o a los intereses de una nueva élite que pretende seguir hegemonizando el poder político y económico en México para sustituir, en apariencia, al antiguo régimen?

La pregunta tiene sentido porque para arribar a una reforma radical de la Constitución, como expresión del pacto social, se necesitaría de un gran acuerdo donde efectivamente se expresara la voz del pueblo, pues la experiencia histórica demuestra que la sola voluntad presidencial no es suficiente para que los cambios se hagan realidad.

Por ejemplo, el 1 de septiembre de 1982, en su último informe de gobierno el entonces presidente José López Portillo nacionalizó los bancos privados del país, con el afán de pasar a la historia de última hora, sabiendo que dejaba al país en una crisis económica sin precedentes por la petrolización de la economía, pagando los costos de no escuchar las voces inteligentes y sensatas de personajes como Gabriel Zaid y Heberto Castillo, sólo porque eran disidentes, que advirtieron a tiempo los riesgos de esa política equivocada con relación al petróleo.

Su sucesor en la presidencia, Miguel de la Madrid, se olvidó casi desde el principio de las reformas de López Portillo y abrió las puertas a las políticas neoliberales que después consolidaría Carlos Salinas de Gortari.

En esencia, hay consenso de que en el contexto actual, se requiere de un reforma radical a la Constitución, para que sea la expresión de un nuevo acuerdo, y atienda los problemas emergentes.

Como escribe Rosa Luxemburgo en ¿Reforma o Revolución?: “La reforma legal no posee impulso propio, independiente de la revolución, sino que en cada periodo histórico se mueve en la dirección marcada por el empujón de la última revolución y mientras ese impulso dure. O dicho más concretamente: sólo se mueve en el contexto del orden social establecido por la última revolución. Este es el punto crucial de la cuestión.”

En consecuencia, si la propuesta de reformas que propone el presidente López Obrador, están en el marco de lo que él mismo ha denominado como “la revolución de las conciencias”, deberían servir, al menos, para abrir un espacio de diálogo para plantear una serie de preguntas que me parecen pertinentes.

¿Por qué al final del camino y no al principio de su mandato, cuando había las condiciones para hacer estas reformas que ahora se proponen? ¿Los diputados están preparados y conocen a fondo lo que implica este paquete de reformas o van a aprobar por consigna lo que desconocen, pervirtiendo la misma ley que ellos mismos protestaron cumplir y hacer cumplir cuando asumieron sus cargos?

Si aprobar una ley por consigna es también un acto de corrupción: ¿cómo pensar que así se van a cambiar las leyes para transformar el país en beneficio de la población?

Los diputados y senadores no se han distinguido precisamente por su inteligencia de la responsabilidad que supone reformar las leyes y estamos muy lejos de aquellos constituyentes lúcidos y patriotas que diseñaron la Constitución de 1917.

Los legisladores de ahora, se distinguen más por su frivolidad y su servilismo al Poder Ejecutivo, y esa actitud sumisa y sus deficiencias intelectuales para entender el contexto actual y la esencia de los problemas emergentes, que solo los lleva a aprobar leyes “sin cambiarle ni una coma”, lo cual ha tenido costo muy alto para el país.

Las veinte reformas constitucionales que propone el presidente, que van desde la elección de los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación mediante el voto popular, hasta la reforma para el reconocimiento como sujetos de derecho de los pueblos indígenas y afromexicanos, pasando por las pensiones y la reforma electoral que propone desaparecer a los diputados plurinominales para que el congreso pase de 500 a 300 diputados y de 128 a 64 senadores de la república, además de reducir los gastos de campaña de los partidos políticos, requieren de un análisis profundo.

Por ejemplo, ¿con qué criterios van a aprobar la propuesta de que los consejeros electorales y los magistrados del tribunal electoral sean electos por el voto directo, además de reducir del 40 al 30 por ciento el número de participantes en consultas populares para hacerlas válidas y vinculatorias, lo cual aplicaría para la revocación de mandato?

En lo que respecta a la propuesta de beca para los estudiantes de todos los niveles educativos y la atención médica universal gratuita, así como la de que el aumento al salario mínimo no sea menor a la inflación y que los trabajadores se jubilen con el cien por ciento de su salario: ¿Cómo tener la certeza de que se tendrán los recursos suficientes para cumplir cabalmente lo que se apruebe en la Constitución?

Por supuesto, la aprobación de estas reformas contribuirían al fortalecimiento de la democracia, tal y como se define en el Artículo Tercero de la Constitución: “No solamente como una estructura jurídica y un régimen político, sino como un sistema de vida fundado en el constante mejoramiento económico, social y cultural del pueblo”.

El problema es que si estas reformas sólo se están pasando con un criterio electorero y luego se frustran porque no se tengan los recursos para cumplir con las obligaciones que por ley, el gobierno estará obligado a cumplir, entonces, en lugar de fortalecer la democracia para ciudadanizar al gobierno, seguiremos encerrados en una pseudo-democracia electorera que servirá para corromper todavía más a los gobernantes que seguirán haciendo de las elecciones un negocio muy lucrativo, y no servirán para cambiar las condiciones de vida de la población, sobre todo, de los más marginados, quienes seguirán demandando alternativas a los problemas de la inseguridad, la pobreza y la desigualdad, salud y educación, por mencionar algunos.

Por todo eso, necesitamos una reforma profunda de la Constitución para transformar radicalmente al país, en un diálogo abierto con el pueblo para atender los temas emergentes que no hemos podido trascender.

El problema es que los diputados y senadores que ahora tenemos, por su propia historia, distan mucho de estar a la altura de esa tarea.

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