Negritud,
resistencia y calor
Israel Nicasio Álvarez*
Fotografía: Arturo de Dios Palma y Carlos Carbajal
Desde la puerta de casa de mi padre se ven algunas de las otras casas de este pueblo, también se ven los campos y los autos que se mueven sobre la Carretera Panamericana. Hace calor. Pareciera que el mundo está a punto de ebullición. Algunas aves surcan el cielo y desaparecen casi de inmediato. El calor del día hace parecer el mundo una imagen a punto de ser consumida por las llamas; a pesar de eso, el verdor de los árboles no se opaca. Juchitán, en la Costa Chica de Guerrero, da la impresión de estar ardiendo perpetuamente.
Un hombre camina con machete en mano sobre la carretera. Avanza con la protección inextinguible de su sombrero de paja. Su delgadez pareciera marcar una línea que divide al mundo en cuadrante izquierdo y derecho. Una línea vertical perfecta. La altura de su cuerpo, por momentos, lo hace parecer un árbol que crece y crece hasta tocar el cielo. El hombre camina, no habla, no gira la cabeza, tampoco reacciona cuando los autos pasan cerca de él. Solo avanza como si esperara que en su caminata el mundo se volviera un oasis y su cuerpo un ojo de agua dulce para calmar la sed.
Observo el trayecto de unos niños que controlan un rebaño de chivos; el sonido de la campana de uno de los animales avisa el rumbo del recorrido; se trata del integrante más inquieto, pero no el más grande; sino aquel que se abre camino entre patas, orejas y pelos de colores de sus similares. Sabe apropiarse del territorio mientras se desplaza.
Los cuerpos pequeños de los pastores se permiten jugar y brincar entre el grupo de animales que parece tener la intención de desintegrarse, de dirigirse a distintos lugares, de abandonar el paseo matutino. Los animales se abren paso entre los escombros y montañas de tierra que hay en uno de los costados de la carretera. Los niños llevan ramas largas para dar indicaciones con señas: de frente, derecha, izquierda. Los niños andan con sandalias sobre la piedra caliente que es el mundo. No se detienen. Sonríen. Se miran con complicidad. Me saludan cuando pasan frente a mí. Les respondo.
Si no hiciera tanto calor, probablemente me iría de paseo a la playa. Si tuviera auto, seguramente haría el trayecto sin pensarlo tanto. Si tuviera unos mangos, dos cubetas y cervezas, claro que dejaría la casa y me iría a nadar. Saboreo una manzana. Pienso en la belleza del chivo que porta la campana. Pienso en el calor que incendia este lado del mundo. Pienso en la gravedad de no usar bloqueador solar y en cómo eso aquí a nadie le importa.
Reconozco el dulce de la manzana cuando le doy una mordida y una parte de ella se instala entre mi lengua y mi paladar. Con el calor todo parece arder desde la puerta de esta casa.
En la Costa Chica, el mundo siempre está en llamas. Para los ojos de los habitantes y de quienes los visitan cada cierto tiempo, el calor es infinito. La belleza del mar contrasta con el horizonte que siempre parece estar asfixiándose de calor. Fuego y agua. Calma y violencia. El silencio en que se han sumergido algunas regiones no es coincidencia. El calor no es el problema.
La lejanía entre los pueblos “grandes” y aquellos que se conforman por algunos habitantes, incluso solo por pocas familias, es considerable. Entre la costa y la montaña no hay únicamente distancia sino también tiempo y muchas preguntas.
Si uno observa, los ojos de los habitantes cuestionan constantemente. Si uno escucha con atención lo que dicen los pobladores, comprende que la distancia entre la montaña y la playa no es solo una cuestión geográfica, sino también un cúmulo de oportunidades que no se han podido aprovechar. Oportunidades que incluso se pierden y que no necesariamente resultan así por el desinterés de los habitantes. También se puede ver la descomunal distancia entre estos pueblos y las ciudades.
El silencio de la Costa Chica es resultado del olvido en que se ha mantenido a los pueblos afromexicanos desde hace siglos.
Las organizaciones de quienes habitan esta región del país, tienen una fuerza que poco a poco se ha reconocido dentro de los municipios, incluso fuera de ellos. Pero lentamente.
Las convicciones de quienes conforman la afromexicanidad de la Costa Chica parten de un elemento esencial: el reconocimiento de sí. Este reconocimiento no solo implica el saberse parte de u originario de, sino que, sumado a lo anterior, es resultado de una comprensión y participación de las dinámicas sociales que se desarrollan en los pueblos.
Para cada integrante de los pueblos afromexicanos, el reconocimiento es un compromiso personal y un efecto social, de carácter de aceptación de la comunidad.
David B., un amigo mío, habitante de Cuajinicuilapa (Cuaji, para los habitantes cercanos), me comentó alguna vez que ser negro para ellos, era ser reconocido por el pueblo, ser escuchado por el pueblo.
“Es que el pueblo te acepte y sepa quién eres”, dijo David. En aquella ocasión hicimos un recorrido en auto hasta El faro, una playa que se encuentra a más de treinta minutos desde Cuaji y, que condensa parte de la historia oral de los pueblos negros.
David comentaba que era necesario reconocer la fuerza política de las y los afromexicanos. Comentaba que había una necesidad de reconocer, desde los espacios de poder a los pueblos de la Costa Chica y de trabajar con ellos.
El ser negro, para David, es una cuestión de aceptación popular. Este comentario es sumamente profundo debido a que la cohesión política de los afromexicanos guerrerenses puede considerar la participación social y el compromiso, de quienes forman parte de las organizaciones, como un elemento fundamental para el desarrollo de la vida política de quienes habitan la Costa Chica.
En consecuencia, no se trata solo de saber que hay población afro, que hay afromexicanas y afromexicanos realizando estudios, proyectos económicos, negocios y arte. Se trata de ir de la mano de los pueblos y de darle el justo valor a sus necesidades para respetar sus decisiones y exigencias.
Lo anterior no es un compromiso mediático ni discursivo, lo tendrían que hacer las agrupaciones, instituciones y personas que detentan el poder, sabiendo eso: que lo detentan, pero que no son dueños de él.
En otras palabras, uno de los problemas que enfrentan los pueblos negros, no solo consiste en un reconocimiento histórico, que sí ha sido una lucha constante, sino también en el reconocimiento y la generación de espacios para que los habitantes de estos pueblos tengan poder de decisión a nivel político y administrativo público.
También para que tengan injerencia institucional. No puede haber desarrollo ni oportunidades, ni acceso, desde una mirada supuestamente atenta a las necesidades de los pueblos si esta misma tiene un trasfondo colonialista, salvacionista y de desconocimiento tanto de las exigencias sociales, como de la realidad que estos pueblos enfrentan.
No se trata de ver qué se hace con las poblaciones afromexicanas sino de dejarlas actuar y reconocerse políticamente, incluso, por líderes provenientes de esos mismos pueblos, con un apoyo popular pleno.
Por otro lado, sería importante saber qué tienen que decir las y los representantes de las organizaciones guerrerenses, escucharles, acercarse y permitirles hablar en público para atender sus demandas o propuestas. Pero, sobre todo, brindar los espacios para que ellas y ellos se dirijan a los pueblos y puedan discutir sobre sus experiencias políticas sin intermediarios ni guiones ajenos a la experiencia afromexicana.
Los diálogos entre afromexicanas y afromexicanos cada vez tienen más fuerza y cada vez se preguntan por qué el poder y la vida política no les da acceso a quienes, viniendo de estas regiones, demuestran tener compromiso con los mismos pueblos, con las personas que se enuncian desde la negritud y que buscan que las y los que también se enuncian desde ese lugar, experiencia, sentimiento, herencia y compromiso, puedan expresarse y se les escuche en todos los niveles de acción política que existan en el país.
No basta solo con las consultas públicas ni con el diseño de programas institucionales que en muchas ocasiones ni empiezan a funcionar o se pierden con el paso de los días. Se trata de escuchar a la negritud guerrerense y guardar silencio mientras ella habla. Se trata de comprender la resistencia que ella representa.
¿Qué es ser afromexicano?, me pregunto en repetidas ocasiones. Pienso en el pueblo de mi familia, en la música, en la comida. Pienso en las preguntas y respuestas de David B. Pienso en las playas y en todas las historias que de ahí emergen para explicar el pasado.
Saboreo otro pedazo de la manzana. El calor del sol me quema la piel. Mi sudor, si siguiera siendo tan fuerte, sería un ojo de agua, como el del señor que camina sobre la carretera.
Los niños con las cabras se han alejado tanto como para no poder verlos a la distancia, pero sigo escuchando la campana guía.
*Israel Nicasio Álvarez (Ciudad de México, 1987). Licenciado en Filosofía. Maestro en Historia por la UNAM. Estudió el Diplomado en Creación Literaria en el Centro de Creación Literaria Xavier Villaurrutia del INBAL. Estudió la Especialidad en Literatura Mexicana del Siglo XX en la UAM-A. Ganador del primer lugar en el Segundo Certamen internacional de cuento de Teresa Magazine, Todos somos Teresa (2020). Ganador del primer lugar en el Segundo concurso de Poesía emergente Antonio Alatorre de Autlán de Navarro 2023, con el poemario Tengo una máscara de jaguar. Ganador del primer lugar en el área de poesía del concurso 55 de Punto de Partida UNAM 2024, con el conjunto de poemas El punto de donde se ha desprendido el cometa.
[La Cosecha es el espacio que El Tlacolol pone a disposición de todas y todos para analizar, discutir y reflexionar sobre nuestra realidad. Tu colaboración es importante. Sí quieres participar, envía tu material a este correo: eltlacololcosecha@gmail.com]