
Humberto Santos Bautista
Para Sergio Ocampo Arista, por su compromiso y congruencia en medio de un contexto adverso.
“Si de los Gobiernos quitamos la justicia, ¿en qué se convierten sino en bandas de ladrones a gran escala? Y estas bandas, ¿qué son sino reinos en pequeño? Son un grupo de hombres, se rigen por un jefe, se comprometen en pacto mutuo, reparten el botín según la ley por ellos aceptada. Supongamos que a esta cuadrilla se le van sumando nuevos grupos de bandidos y llega a crecer hasta ocupar posiciones, establecer cuarteles, tomar ciudades y someter pueblos: abiertamente se autodenomina reino, título que a todas luces le confiere no la ambición depuesta, sino la impunidad lograda.”
San Agustín. La ciudad de Dios. (Capítulo IV)
En un contexto como el nuestro, donde la impunidad y la injusticia casi se han legitimado, se empieza a volver un imperativo ético la necesidad de preguntarse si todavía hay posibilidades para poder resolver los problemas que pareciera que ya son irresolubles y para ello habrá que empezar por plantearse algunas preguntas incómodas: ¿Por qué el Estado y sus instituciones, están ausentes cuando se trata de hacer justicia?, ¿Cuál es la alternativa frente a un Estado fallido y un gobierno que no ha podido cumplir con la primera obligación que tiene, conforme a la Constitución, que es la de garantizar la seguridad a todos sus ciudadanos? ¿Por qué no hemos podido completar la transición a la democracia, la propuesta tan reverenciada que nos vendió toda la clase política en su conjunto? ¿Cómo vamos a hablar de democracia si no hemos podido “moderar la opulencia y la indigencia” como lo propuso José María Morelos en los Sentimientos de la Nación? Si el gobierno no es capaz de hacer justicia, ¿Cómo pretende consolidar la transformación de la República?
Y la transformación de la República o pasa por la cultura y la educación, o no será.
Nos parece que es en este contexto donde la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa adquiere relevancia, porque con la desaparición forzada de los 43 estudiantes, fue agraviada la sociedad guerrerense en la parte más sensible, la que tiene que ver con la educación y, lo que parece que no se ha entendido, es que las madres y padres de los 43 estudiantes desaparecidos se han convertido en las voces que le devuelven la esperanza a toda una nación, porque las batallas que han librado durante estos once años, en la búsqueda de sus hijos, debiera de ser razón suficiente para que todos entendiéramos que en Guerrero necesitamos reescribir nuestra historia, marcada por el desprecio, el abandono y la impunidad, para empezar a replantear nuestros problemas y diseñar nuestra propia agenda política, cultural y educativa, que reivindique el derecho del pueblo guerrerense a vivir en paz, con justicia y dignidad.
Esa es la única forma de honrar nuestra historia, caracterizada por un pasado luminoso y poder realizar nuestras esperanzas diferidas durante décadas.
En esa misma tesitura, la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa ha sido alcanzada por su propia historia, porque en el contexto de la tragedia que vive por la desaparición de los 43 estudiantes, también es un hecho que, en el 2026, cumplirán sus primeros 100 años de existencia y con un siglo de vida a cuestas y una serie de violaciones a los Derechos Humanos que ha costado la vida de varios de sus estudiantes, la institución está obligada a hacer un ajuste de cuentas con su propia historia, para definir su destino en una transición incierta, pero que no puede dejarse a la inercia, si no quiere poner en riesgo su propia sobrevivencia.
Es una rara paradoja la que enfrenta esta Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, porque al lado de la demanda de justicia, tendrá ahora la necesidad paralela de impulsar un cambio radical en su vida académica institucional, la cual, sin duda, será también dolorosa pero amargamente necesaria, porque tendrá que empezar por hacerse las preguntas que no se había planteado o que se habían soslayado, pero que ahora emergen como la punta de iceberg para poder iniciar una verdadera reforma a la formación docente.
Ayotzinapa está obligada a pensar lo que no había pensado y, consecuentemente, revisar su historia con toda lo que significa tener que hacerse una autocrítica de fondo, tanto en su vertiente política como en la educativa y pedagógica, pasando por los sinuosos y resbaladizos caminos de la relación Estado-Educación.
En casi un siglo de vida como institución formadora de docentes, Ayotzinapa tiene que revisar en serio sus fines que la legitiman como una Escuela Normal Rural que tiene como fin estratégico la formación de docentes: ¿Qué clase de docentes se están formando en Ayotzinapa? ¿Los docentes que se forman en la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, están respondiendo a las necesidades actuales del contexto guerrerense y del país? ¿La oferta educativa de Ayotzinapa es pertinente o ya es obsoleta en este nuevo siglo del Conocimiento, de la Ciencia y la Tecnología? ¿Los planes de estudio que se instrumentan en la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, están diseñados para poder dar respuesta a los problemas emergentes de la escuela pública del medio rural? ¿Tiene posibilidades la comunidad educativa de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, de diseñar un proyecto educativo propio para transitar hacia una reforma radical de los procesos de formación docente, que la lleve a convertirse en un referente del normalismo, tanto del país como de América Latina?
Cien Años son muchos en términos personales, toda una vida, pero quizá resulte poco tiempo en términos institucionales.

La Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, tiene que pensarse más allá́ de los límites que le impone la ortodoxia de la academia, porque acotada en los marcos estrechos de la visión de los propios normalistas, estudiantes y docentes, termina reduciendo los problemas a discursos pedagógicos descontextualizados y a una narrativa ideológica, reducida a consignas, que no le sirven de nada a la escuela pública.
Los profesores y estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa tendrán que entender que lo que hoy se aprecia en la institución, es una gran ausencia de ideas para responder a los nuevos desafíos de la educación pública, ya no solo del contexto regional y nacional, sino para posibilitar una propuesta de reforma de la formación docente.
La comunidad educativa de la Normal no ha sido capaz de generar ideas propias para su transformación y se sigue debatiendo en los mismos marcos ideológicos que le han impedido mirar la esencia de la problemática educativa del estado y del país.
La comunidad normalista, sigue encerrada en un discurso ideológico que formalmente se identifica con la izquierda, pero que, en los hechos, no rebasa una lectura de manual de los conceptos elementales que le han servido para asumir una identidad con referencia a esa posición política y que le ha sido de alguna utilidad para defender sus espacios de poder dentro de la escuela.
Ese reduccionismo ideológico ha llevado a la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa a convertir la institución en un coto de poder, cerrado a la auscultación pública, donde no tienen cabida las ideas para el mejoramiento de la educación que se ofrece en las aulas.
El punto de convergencia en torno a la demanda de justicia de los padres de los 43 estudiantes desaparecidos, no significa que también se coincida con los métodos de lucha de los estudiantes y, más bien, ahí están varios elementos de divergencia y hasta de ruptura.
Esto que pareciera una cuestión de diferencias naturales en cualquier movimiento social, en realidad, no son tan simples porque los fines son también diferentes y nos parece que, en el caso del comité de estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, esto debiera servirles para hacerse una autocrítica de fondo, cuestionándose una serie de cosas que no han querido debatir y menos de cara al pueblo de Guerrero y de México, o de la misma comunidad normalista, en nombre de quienes dicen hablar.
Los normalistas de Ayotzinapa, por la misma historia y tradición que tienen las normales rurales, tienen que empezar a hacerse una serie de preguntas pertinentes: ¿Cuál es el sentido para seguir implementando una estrategia de lucha que ha tenido costos muy altos para los propios estudiantes, como los hechos del 12 de diciembre de 2011 y luego los del 26 de septiembre de 2014, solo por mencionar los más complejos que se han vivido en los últimos años? ¿Qué les ha resuelto la toma de carreteras, de casetas y el secuestro de autobuses para seguir implementando ese tipo de acciones que saben que van a ser rechazadas por buena parte de la población y solo van a servir para que los estigmaticen como vándalos? ¿Cómo seguir justificando que con el membrete de la forma de autogobierno que se instrumenta dentro de la normal, sirva de pretexto para no abrir la normal y las normales rurales a la auscultación pública si todo mundo sabe que son sostenidas con recursos del pueblo?
Si el pueblo es el que hace posible la existencia de las Escuelas Normales Rurales, ¿Por qué no se le informa al pueblo de Guerrero y de México de lo que pasa dentro de Ayotzinapa, como por ejemplo, sobre los criterios de ingreso a la Escuela Normal, entre los que se contempla la llamada semana de adaptación. que les ha valido serios cuestionamientos de violaciones a los Derechos Humanos porque no tiene nada que se relacione con lo académico, pero que son determinados por el comité estudiantil?
Esta es una responsabilidad compartida pendiente y que tendrán que asumir tanto los docentes como los estudiantes.
En esa misma tesitura, ¿Cuánto les va a durar a los estudiantes el discurso de asumirse como estudiantes pobres por ser Normalistas Rurales, para envolverse en esa bandera y usarla para no intentar una transformación académica profunda de esas instituciones que se plantee como prioridad formar docentes capaces de ofrecer la mejor educación a los estudiantes pobres y marginados del estado y del país? ¿No es cuestionable que un número importante de egresados, con todo y que salen como licenciados, no sean capaces de enseñarles a leer y escribir a las niñas y niños de primer grado en los tres primeros meses del año escolar?
En Guerrero, eso ha contribuido a incrementar las brechas del rezago educativo, en donde, por supuesto, la responsabilidad de las autoridades encargadas de administrar los servicios educativos, no es menor, porque ha sido desde las instancias de la propia Secretaría de Educación que han diseñado estrategias para corromper a la Escuela Normal.
Si mencionamos todo esto, es porque el egresado más ilustre de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, el maestro y comandante Lucio Cabañas Barrientos, luchaba por hacer llegar la mejor educación a los más pobres y eso parece que se ha olvidado a pesar de ser tan reverenciado en las consignas.
Si la educación no cambia por decreto tampoco las consignas sirven de nada cuando solo se repiten para que nadie las oiga, porque ya no creen en ellas ni quienes las enuncian.
Alguna vez, en un evento académico organizado en el aniversario de la Escuela Normal Rural, se les preguntaba a los estudiantes, ¿Por qué el “espíritu revolucionario” solo les duraba hasta el tercer año de la carrera, y en cuarto año, “casi todos se volvían charros”? Esto porque cuando terminaban sus estudios, una buena parte pasaba a engrosar las filas del charrismo sindical en el SNTE o bien haciendo activismo político en los partidos políticos y hasta de diputados han terminado, sin hacerles el menor cuestionamiento sobre su responsabilidad en el desastre educativo nacional.
Hay evidencias de que varios egresados y miembros del comité estudiantil terminan en la servidumbre voluntaria dentro de las estructuras del gobierno, de los partidos políticos o del SNTE, y en lugar de fortalecer a la escuela pública, contribuyen a corromperla.
Nos parece que estas debieran ser razones suficientes para sensibilizar al normalismo rural y, sobre todo, a los docentes y estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa para cambiar la estrategia y proponerse una transformación profunda del normalismo en su conjunto o al menos que piensen que es más cómodo seguir lucrando con el movimiento que ha tenido un costo social muy alto para la Escuela Normal y para la educación pública.
Guerrero no merece la educación mediocre que hoy recibe y resolver ese problema pasa, sin ninguna duda, por promover una reforma estructural de las instituciones formadoras de docentes, y las escuelas normales rurales están llamadas a cumplir un papel muy importante en esta tarea, aunque para eso, tienen que reformarse de manera radical, porque en la situación en la que están actualmente, ya no responden a las necesidades educativas del contexto y no tienen relación con los problemas emergentes.
En esas circunstancias, lo que decida la comunidad educativa de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa les servirá para que pasen a la historia como los que reformaron a las Normales Rurales y la formación docente o para que sean los sepultureros de un normalismo que tiene historia y tradición, pero que así como está, ya no le sirve a la educación del país.
La insistencia de repensar las Escuelas Normales parte del supuesto de que si existe alguna posibilidad para transformarlas –y también a la formación docente-, la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, fundada en 1926, puede convertirse en el paradigma de ese cambio político-pedagógico, sobre todo, por la dimensión ética que tiene la lucha por la presentación con vida de los 43 estudiantes desaparecidos.
Por supuesto, esa fuerza moral la tienen los padres y madres de familia y, es desde ahí donde se puede potenciar un proyecto educativo, por la lección cívica que nos han dado, para recuperar la legitimidad perdida a las instituciones, pero también para devolverle los fines perdidos de nuestra educación.
Hay 43 razones para proponerse como un proyecto prioritario, la transformación de la escuela Normal Rural de Ayotzinapa, porque es quizá el mejor homenaje que les pueden hacer a sus compañeros ausentes, que no pudieron cumplir sus sueños de convertirse en educadores, porque la tragedia les arrebató de la manera más injusta y más absurda ese sueño.
Pero si de verdad, como dicen los propios egresados y las generaciones actuales de estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, ellos «son semilla», entonces, tienen que ser la fuente de donde surja esa transformación radical que requiere con urgencia esa institución, porque no puede seguir anclada en viejas prácticas que ponen en riesgo su sobrevivencia como una institución formadora de docentes y legitimar la política educativa de seguir ofreciendo una educación pobre a los pobres.
Una transformación radical, por el Sur y por la Izquierda, tiene que empezar por romper con esa tradición y asumir el compromiso ético de ofrecer la mejor educación a los más marginados, como quería el gran maestro Lucio Cabañas Barrientos.
Esa es la utopía y la esperanza y, ojalá los estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa lo entiendan.




