Estanislao Mendoza: sueños suspendidos tras la desaparición de su hijo, uno de los 43
Emiliano Tizapa Lucena
Estanislao Mendoza Chocolate clava su mirada en una cabaña que está en medio de árboles y maleza. Está abandonada. Las tablas que sostienen el techo están podridas y quebradas, la lámina galvanizada está inclinada, casi por caerse, pareciera que lo único que la sostienen son telarañas. La casa está inconclusa, sin paredes, de bajareque y carrizo la pensaba construir con su hijo, Miguel Ángel Mendoza Zacarías, uno de los 43 normalistas de Ayotzinapa desaparecidos.
Estanislao mira la construcción con impotencia y frustración. Evocan la tristeza y melancolía de este campesino, migrante y padre que cumple once años sin conocer el paradero de su hijo que fue desaparecido.
La casita abandonada está ubicada en medio de un predio en lo alto de un cerro conocido como Comancintipan, a las afueras de Apango de donde es originario, la cabecera del municipio de Mártir de Cuilapan, llamada así en honor al general insurgente Vicente Guerrero.
Apango se ubica en la región Centro, aproximadamente a 35 kilómetros de Chilpancingo. El municipio tiene 18,613 habitantes según el último censo del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), la mitad son hablantes del náhuatl.
En Apango las principales actividades económicas son la ganadería, la artesanía y la agricultura.
Estanislao es campesino, compró este predio cuando buscó sacar adelante a su familia y migró a Estados Unidos donde trabajó varios años de jardinero. En 2004, volvió a Apango luego de que sus hijos crecieron. Su sueño era construir un ranchito en la cima de este cerro, para sembrar maíz, criar chivos, puercos y vacas, pero su vida dio un revés con la desaparición de Miguel Ángel.
Estanislao mira también un estanque que construyó junto a su hijo, el agua luce verdosa, con ramas y maleza a sus costados. A once años, el estanque permanece como un monumento a un sueño roto, aunque también como un recordatorio de su lucha que, a pesar de los años, se niega a morir.
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A once años del caso Iguala, los familiares han dedicado su vida a la búsqueda de sus hijos. Hasta la fecha, cinco madres y padres de los 43 normalistas de Ayotzinapa han fallecido sin conocer el paradero de sus hijos.
Minerva Bello Guerrero, madre de Everardo Rodríguez Bello, fue la primera familiar en fallecer el 4 de febrero de 2018 a causa de un cáncer. Tomás Ramírez Jiménez, papá de Julio César Ramírez Nava, murió el 1 de diciembre de 2018. Saúl Bruno García, padre del estudiante con el mismo nombre, Saúl Bruno García, falleció el 22 de agosto de 2021. Bernardo Campos Cantor, conocido como “El Tío Venado” y padre de José Ángel Campos Cantor, falleció en septiembre de 2021.
Ezequiel Mora Chora, padre de Alexander Mora Venancio, falleció en agosto de 2022 a causa de un infarto. Donato Abarca Beltrán, padre de Luis Ángel Abarca Carrillo, murió en mayo de 2025 tras sufrir una embolia.
Al resto los aquejan enfermedades, dolores en las rodillas, enfermedades gástricas y diabetes. Pero a pesar de cualquier enfermedad, las padres y madres siguen con la convicción intacta de luchar hasta encontrarlos.
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Abel Barrera Hernández, director del Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan, sostiene que el caso Ayotzinapa no es un evento aislado, sino el resultado de una historia de alianzas funestas entre el poder político, caciques regionales, el Ejército y el crimen organizado.
Barrera Hernández cree que a lo largo de las décadas, en Guerrero el gobierno ha implementado políticas de contrainsurgencia para reprimir cualquier disidencia, lo que ha llevado a desapariciones forzadas, ejecuciones y militarización.
Sostiene que la militarización también abrió la puerta a la economía criminal. De acuerdo con el activista, el Ejército, con el pretexto de combatir a la guerrilla, se asentó en los territorios indígenas. Esto generó un floreciente negocio de amapola y narcotráfico, consolidando una alianza perversa entre las Fuerzas Armadas, los políticos y los cárteles. Así Iguala, en la región norte de Guerrero, se transformó en un punto clave en la ruta de la droga hacia Estados Unidos, una ruta de la que muchos guerrerenses migrantes eran parte.
La noche del 26 de septiembre de 2014, las lógicas de contrainsurgencia y delincuencia convergieron. Para las autoridades los estudiantes eran una amenaza, “un foco rojo”, y para el crimen organizado, estaban “calentando la plaza”. Barrera Hernández sostiene que esta doble visión, que los catalogaba como delincuentes a los normalistas, justificó el uso de la fuerza para reprimir y desaparecer.
Barrera Hernández afirma que a pesar de los obstáculos y la falta de avances en las investigaciones del caso Iguala, los padres de los 43 jóvenes se mantienen firmes y simbolizan un faro de luz y esperanza. Su lucha, a lo largo de estos once años, ha sido un ejemplo de resistencia, que ha “fortalecido su autoridad moral”.
El defensor de derechos humanos expone que el caso Ayotzinapa no es solo un crimen, sino el reflejo de una historia de violencia y represión que continúa marcando la vida de las comunidades en Guerrero.
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Ineludiblemente, Estanislao dice que hay días en los que el tiempo parece detenerse y otros, que se desvanece en un soplo ante la ausencia de Miguel Ángel.
Algunos de aquellos días son cuando Estanislao entra al cuarto de su casa que ocupaba su hijo para su negocio de corte de cabello. Aún están los espejos grandes, un par de sillas, algunas tijeras, peines y máquinas que utilizaba para cortar cabello. Ahora, once años después una capa de polvo sobre ellas revelan el tiempo en el que han estado abandonadas.
Miguel Ángel, el menor de tres hijos, tenía 33 años cuando decidió ingresar a la Normal de Ayotzinapa.
“Yo le dije que no importaba la edad cuando uno quiere salir adelante”, cuenta Estanislao.
El 2 de septiembre, Miguel Ángel Mendoza Zacarías cumplió 44 años y once sin volver a casa.
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La noticia de la desaparición de su hijo llegó a Estanislao de una forma inesperada, ocurrió dos días después de la noche de 26 y madrugada del 27 de septiembre de 2014.
Era la mañana del domingo 28 de septiembre, Estanislao y su esposa acudieron a misa en la iglesia central, faltaba poco para el 4 de octubre día de San Francisco de Asís, el festejo más importante de Apango: ese día hay pendón con danzas y música, Miguel Ángel ya le había pedido permiso a su papá para llevar a varios de sus compañeros a la fiesta del pueblo, pero eso jamás ocurrió.
Al terminar la misa, una señora que también su hijo había entrado a la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa se acercó a Estanislao y le dijo: “No sabe lo que pasó en Ayotzi”. Él respondió que no, no sabía nada. La mujer le confesó de golpe: “Mi hijo se escapó, pero tu hijo no aparece”.
Estanislao no encontraba qué hacer, no sabía a quién llamar. Sin pensarlo, le dijo a su esposa y corrió hacia el sitio de Urvan para viajar hacia Tixtla y llegar a la normal. Cuando lo hizo, dio el nombre de Miguel Ángel, sus compañeros lo buscaron pero no estaba, después lo hicieron entre la lista de quienes no habían vuelto y se confirmó: era uno más de los estudiantes que no regresaron de Iguala.
Estanislao regresó a comunicarle la noticia a su esposa. Con ella, volvieron a la normal de donde no se alejaron los dos primeros años de estos once en los que siguen sin saber de su hijo.
—¿Cómo cambió su vida?
—Cambió mucho porque nosotros teníamos otros planes para salir adelante. Yo pensaba irme a vivir fuera del pueblo para tener un ranchito. Nos cambió mucho porque dejamos todo. Dejamos casa. Dejamos más hijos, nietos y todo eso. Dejamos de hacer lo que hacíamos en el campo, en el hogar.
“La desaparición de nuestros hijos cambió también nuestra mentalidad. Por estar pensando a nuestros hijos nos cayeron muchas enfermedades, por el estrés, por cansancio”, sostiene Estanislao.
Estanislao asegura que jamás dejará de buscar a Miguel Ángel.
“No me voy a rendir, aunque no me vean ahí en las marchas mi corazón está en la lucha con los demás compañeros. Seguiré buscando a mi hijo y a los demás, a todos, a los 43 los quiero como si fueran todos mis hijos”.