Guerrero: la toga en manos
de la demagogia
Víctor García
El 26 de agosto de 2025 fue publicado en el Periódico Oficial del Estado de Guerrero el Decreto 217, la llamada reforma judicial que, según sus impulsores, democratiza la justicia a través de la elección popular de juezas, jueces y magistraturas.
La propaganda oficial la vende como una conquista histórica: el pueblo al fin elegirá directamente a quienes habrán de impartir justicia. La realidad es mucho más cruda: en un estado donde no se garantizan derechos humanos ni con jueces de mediana preparación, esta reforma condena a Guerrero a un retroceso institucional que puede calificarse, sin exageración, como una tragedia anunciada.
Un estado sin garantías mínimas
Guerrero ha sido señalado sistemáticamente por organismos nacionales e internacionales como una de las entidades más violentas y con mayor índice de violaciones a derechos humanos. Desapariciones forzadas, ejecuciones extrajudiciales, desplazamientos internos, detenciones arbitrarias y uso sistemático de la tortura en la investigación penal forman parte de un diagnóstico conocido pero ignorado.
El artículo 1º de la Constitución mexicana obliga a todas las autoridades a promover, respetar, proteger y garantizar los derechos humanos. Pero en Guerrero esa cláusula de deber se ha convertido en letra muerta. El Poder Judicial local ha sido incapaz de detener la impunidad estructural que favorece la repetición de violaciones graves.
La pregunta, entonces, es evidente: si con jueces con cierta preparación académica y con una carrera judicial mínima los derechos no han sido respetados ni garantizados, ¿qué puede esperarse de un modelo que abrirá la puerta a candidatos improvisados, cuya única virtud será haber ganado votos en campañas ridículas, exhibiéndose en redes sociales o prometiendo justicia exprés?
De la imparcialidad a la incompetencia
El Comité de Derechos Humanos de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), en su Observación General número 32, ha señalado que la independencia judicial requiere no solo ausencia de presiones externas, sino también competencia técnica para impartir justicia. La reforma guerrerense destruye de un solo golpe ambas dimensiones: sustituye la imparcialidad con clientelismo electoral, y reemplaza la competencia técnica con improvisación populista.
No se trata solo de un problema teórico. Pensemos en lo básico: ¿qué ocurrirá cuando un juez electo no sepa distinguir entre flagrancia y “fragancia”? ¿Cuándo no entienda cómo se cose un expediente, cómo se rubrica una foja, cómo se hace un razonamiento probatorio, cómo se motiva un auto de formal prisión o cómo se funda la exclusión de una prueba ilícita? El daño será irreversible: las víctimas quedarán en mayor indefensión y los responsables de violaciones de derechos humanos caminarán impunes.

El artículo 8 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos establece el derecho a ser juzgado por un tribunal competente, independiente e imparcial. Con esta reforma, Guerrero está institucionalizando lo contrario: tribunales incompetentes, dependientes de facciones políticas y parciales hacia quienes los colocaron en la silla.
Justicia como espectáculo electoral
La reforma guerrerense, lejos de acercar la justicia al pueblo, la convierte en espectáculo electoral. En lugar de jueces resolviendo con sentencias motivadas y fundadas, veremos candidatos lanzando eslóganes de campaña, produciendo videos ridículos para TikTok, recorriendo comunidades no para impartir justicia, sino para pedir votos.
La justicia se subordina al aplauso de la mayoría. Y un juez que busca aplausos no es juez: es un político disfrazado de impartidor de justicia.
El derecho probatorio, el razonamiento jurídico, la técnica procesal, ceden su lugar a la lógica de las encuestas. El mérito ya no será la preparación académica ni la trayectoria judicial, sino la capacidad de rentar espectaculares, de movilizar estructuras y de pagar operadores políticos.
La toga como botín de poder
En Guerrero, donde los cargos públicos suelen verse como botines, las magistraturas serán el premio mayor: nueve años de salario, privilegios y poder institucional. La reforma no crea independencia judicial: abre un mercado político de candidaturas judiciales.
Es previsible la escena: partidos peleando internamente por colocar a sus jueces, familias políticas disputando magistraturas como si fueran alcaldías, redes de poder económico invirtiendo en candidatos judiciales para asegurar fallos favorables.
Incluso el haber de retiro, aunque acotado, se convierte en un incentivo adicional: un botín que alimentará la ambición de quienes no buscan servir a la justicia, sino enriquecerse con ella.
El poder sobre el poder: cacicazgos intocables
Montesquieu sostenía que “el poder debe detener al poder”. Pero en Guerrero ocurre lo contrario: el poder judicial ha sido subordinado a los poderes políticos y ahora, con la elección popular, se entrega a la lógica del cacicazgo electoral.
La figura de la gobernadora Evelyn Cecia Salgado Pineda y la sombra de Félix Salgado Macedonio son ejemplos claros de cómo el poder se concentra en unos cuantos. Con esta reforma, lejos de contrarrestar ese poder, se refuerza: jueces electos dependerán de las estructuras políticas de esos mismos grupos, consolidando un poder sobre el poder, un círculo cerrado donde la justicia será rehén de los caciques locales.
Guerrero no está preparado
Guerrero no tiene condiciones institucionales para este modelo. La precariedad de su sistema judicial, la infiltración del crimen organizado en la política y la ausencia de garantías mínimas de derechos humanos hacen que la elección popular de jueces sea una fórmula para el desastre.
Lo que se presenta como democratización es, en realidad, la burla institucional de la justicia: magistrados improvisados, incapaces de distinguir entre flagrancia y “fragancia”; jueces que no sabrán ni cómo rubricar un acuerdo, pero que tendrán legitimidad de origen electoral.
La toga, en lugar de símbolo de imparcialidad, se convertirá en disfraz de campaña. Y con ella, la justicia en Guerrero dejará de ser un derecho, para convertirse en un espectáculo político de baja calidad.
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