Maestros comunitarios, educar en la adversidad

 

Arturo de Dios Palma 

Fotografía: Emiliano Tizapa

 

Pasaron 44 años para que Juana Neftalí González Barrientos descubriera que su esposo la engañó.

Hace ocho meses se puso a hurgar entre sus cosas y halló las cartas que cuando tenía 20 años su esposo le daba a guardar. Nunca sospechó que esas hojas no eran “documentos” —como le decía— sino cartas que le enviaban sus amantes.

No lo sospechó por una razón simple: Juana pasó 62 años de su vida sin saber leer ni escribir. Cuando las pudo leer, recuerda, lloró de coraje. Se sintió engañada y al mismo tiempo comprendió muchas cosas que pasaron hace cuatro décadas: cómo quiénes eran las mujeres que llegaron al velorio de su esposo y lloraron desenfrenadamente. O cuando su esposo no fue al parto de su hija mayor porque, según le dijo, se quedó a cuidar las vacas y los becerros en Campo de Aviación, el pueblo enclavado en la sierra del municipio de Heliodoro Castillo, donde vivían. Con las cartas se dio cuenta que en realidad su esposo se fue a ver a otra mujer que una semana antes había parido a un hijo.

“Yo siento que no fue porque yo le parí una mujer y él quería un varón”, define Juana.

Juana se incorporó hace tres años al Centro de Educación, Arte y Cultura Paulo Freire.

Hace cuatro años, Juana conoció a David Teliz Martínez, el coordinador del centro educativo. La invitó a estudiar su primaria. Juana se resistió, se inventaba cualquier pretexto para no asistir. Sin saber leer y escribir había vivido su vida, había construido su casa y mandado hasta la universidad a su hija y a su hijo.

No saber leer ni escribir, sin embargo, era un pendiente que tenía Juana. Toda su vida hizo maromas para que nadie descubriera que era analfabeta. A Juana se la robó su esposo cuando tenía 15 años. Vivía en la comunidad de La Providencia, en la sierra que conecta Acapulco y Chilpancingo. Se la llevó a vivir a su pueblo. A los cinco años, el hombre murió en un accidente automovilístico. Se quedó a vivir un tiempo con su suegra pero no se entendieron y la corrió.

Juana no quiso regresar a la casa de sus padres y se aventuró a Chilpancingo. Salió con su hija en brazos y embarazada de su hijo. Vivió bajo puentes, luego en lugares donde le permitían dormir, hasta que pudo rentar un cuarto. Logró sobrevivir con su hija y su hijo. Tuvo infinidad de trabajos, fue camarera, ayudante de albañil, cocinera, vendedora y cobradora. Nadie la descubrió. La vida le enseñó lo básico de las sumas y las restas, eso le valió para mantener algunos empleos.

Donde no pudo ocultarlo fue en el Ejército. Después de que la despidieron en una obra, un amigo la invitó a ser ayudante de un quiropráctico en un cuartel militar. Aguantó siete años los maltratos a los que era sometida. La necesidad la hizo resistir.

“Por cualquier motivo me daba de cachetadas”, recuerda la mujer.

Una vez le ordenaron que tenía que dar una plática, que tenía que organizar un material para exponerlo en la Ciudad de México. Se negó.

“No quiero”, le dijo a los mandos militares.

Los militares le dejaron claro que la orden no estaba a discusión y que la tenía que cumplir y punto. Juana insistió hasta que el margen de maniobra se terminó: confesó que no podía dar la plática porque no sabía leer ni escribir. No la fue a dar, en el cuartel se convirtió en la burla y después la despidieron.

Hace tres años, unas vecinas la buscaron para invitarla a que se uniera a un grupo para solicitar un préstamo colectivo. Quería terminar una construcción y accedió. Lo que nunca entendió, por no saber leer, es que si una de las integrantes se retrasaban lo tenían que pagar entre todas. Después de meses ocurrió: una dejó de pagar y la fueron a buscar para que además de su cuota cooperará para cumplir con la deuda de la vecina. A Juana no le gustó la idea, nadie le dijo que así funcionaba, todos dieron por hecho que había leído los documentos. Al final, decidió saldar su deuda y salirse del grupo. Las mujeres se quedaron furiosas.

Ahí entendió que no podía seguir sin saber leer ni escribir y decidió buscar a David para ingresar al centro educativo. Juana ya concluyó la primaria y la secundaria, ahora estudia la preparatoria.

 

 

Hace ocho años, David llegó al Centro de Salud de la colonia Bella Vista, al poniente de Chilpancingo, pidió permiso para dar clases en el pórtico. El director lo aceptó. Todas las tardes ahí organizaba los grupos de alfabetización, de primaria, secundaria y preparatoria que había confirmado como parte de la plaza comunitaria Ignacio Manuel Altamirano del Instituto Nacional para la Educación de Adultos (Inea).

Como podía daba las clases junto con los demás asesores educativos. Pasaron los meses y el director del Centro de Salud lo invitó a dar sus clases en un espacio dentro del inmueble.

“Desde entonces no volvimos a salir”, dice David con orgullo.

Dos años después, al Centro de Salud lo trasladaron a unas cuadras a instalaciones nuevas, deshabitaron esa construcción vieja y deteriorada. Para David esos cuartos precarios, con paredes agrietadas, con techo de lámina, fueron suficientes para fundar el Centro de Educación, Arte y Cultura Paulo Freire.

Conservó la misma idea: que siguiera operando como plaza comunitaria del Inea pero que también se convirtiera en un espacio para la cultura y el arte. Y eso es. Ahí se alfabetiza, se dan clases de primaria, secundaria y preparatoria pero también talleres de pintura, de manualidades, de murales, se presentan libros, se proyectan películas.

Es un espacio que se ha mantenido en pie gracias a los jóvenes y adultos que de forma voluntaria dan las clases, pero también a los jóvenes y adultos que reciben las clases y a los vecinos de la colonia. Todo lo que hay, dice David, es donado. Las butacas, los pintarrones, los ventiladores, el refrigerador, los escritorios, los libreros. Ellos, profesores y alumnos, lo pintan, lo resanan, lo limpian. Todo es colectivo. Pero sobre todo, el centro de educación se ha convertido en un refugio, dice David. Sí, en un refugio de todos aquellos que el sistema educativo, económico, social ha rechazado, le ha negado la oportunidad de estudiar.

Y no es una exageración de David, al centro educativo llegan las mujeres mayores que sus padres le negaron la oportunidad de estudiar porque hacerlo era sólo para los hombres. Llegan los hijos e hijas de las familias desplazadas por la violencia, los hijos e hijas de los campesinos y obreros que no les alcanza para mandarlos a la escuela.

Como Samuel Inés Castro, de 17 años, que nunca ha pisado una escuela convencional. Nunca ha tenido compañeros de su misma edad, no sabe lo que son los recreos, el irse de pinta. En el centro educativo estudia la preparatoria. Ahí obtuvo su certificado de primaria y secundaria.

Samuel no fue a la escuela porque su padre y su madre no tuvieron para comprarle los libros, los uniformes, ni para darle para los pasajes ni para el recreo. No tuvieron de otra: él y su hermana tuvieron que estudiar en la casa como pudieron y con lo que tuvieron. Samuel piensa obtener su certificado de preparatoria este año. Mientras —dice— está leyendo para entender uno de los periodos más oscuros de la humanidad: la Segunda Guerra Mundial. También lee para entender las causas de tanta desigualdad que hay en el país.

 
 

 

 

En agosto del 2024, Aldo Sebastián Mendez González, de 27 años, llegó al centro educativo para entrevistar a David como parte de un trabajo que hacía para el Colectivo Aguijón Rojo del cual forma parte. Al concluir la entrevista, David le soltó:

—Tú sabes matemáticas, vente a dar clases.

Sebastian estudió ingeniería en sistemas computacionales, sabe matemáticas sin ser experto. Aceptó la propuesta y desde entonces todos los jueves da la clase de matemáticas a los estudiantes de primaria, secundaria y preparatoria.

Sebastian además de dar clases de matemáticas ahora es asistente técnico en la plaza comunitaria del Inea, supervisa los círculos de estudio que ha podido establecer en Chilpancingo y es promotor del Centro de Educación, Arte y Cultura.

Todo su trabajo es casi voluntario, recibe una compensación de parte del Inea. Le pagan 150 por cada estudiante que aprueba los exámenes mensuales. Pero que apruebe un examen un estudiante requiere de mucho trabajo.

“Uno puede tener, por ejemplo, diez alumnos, pero si sólo dos aprueban, te pagan por esos dos, todo es por resultados”.

Pese a eso, Sebastian está comprometido con seguir, sabe de la importancia de la educación, del poder del conocimiento en la gente.

—¿Qué es lo que hace que te mantengas dando clases aquí?

—Me gusta enseñar, conectar con más personas, el tejido social casi no existe. Me siento comprometido a reconstruir ese tejido. Y tengo mi parte anarquista: estoy en contra del trabajo, así como funciona ahora, que somos obligados a trabajar para comer y para enriquecer a otros. No me quejo tanto del salario porque sé que con esto contribuyo con la educación de las personas y espero que eso las haga más humanas.

— ¿Cómo resuelves tus necesidades del día a día?

—Me he puesto a pensar en eso: mis gastos son mínimos: comida, servicios básicos y no tan frecuente compro ropa. No consumo mucho, me muevo a pie en la ciudad, cuando puedo y, si no está tan lejos, voy caminando a ver a los estudiantes. Sé que es importante el dinero para cubrir los gastos básicos y no es que sea dejado, quiero que me paguen de manera justa por lo que hago. Lo justo sería que nos pagaran por lo menos el salario mínimo, pero en el Inea no valoran todo el trabajo que hacemos, sólo nos exigen.

—Pese a todo, ¿disfrutas lo que haces en el centro educativo?

—Sí, el modelo educativo permite establecer lazos, fraternidad, ver la educación desde las experiencias. Acá la relación es de compañeros, no de profesor-alumno. Estar acá me ha abierto puertas, he conocido a mucha gente, muchos lugares y también he aprendido mucho con ellos. Lo más gratificante es cuando ves que se comprometen. La alfabetización los empodera, porque no sólo es leer, es saber leer documentos, manejar la tecnología básica. Los alfabetizados están más preparados para este mundo. La educación empodera, es más fácil pedir justicia en las condiciones precarias que vivimos.

 
 

 

En 1993 David Teliz vio un anuncio del Inea que solicitaba técnicos docentes, no lo pensó dos veces y fue a preguntar. Necesitaba trabajar, en su familia la crisis apretaba. Tuvo que dejar de estudiar en la Facultad de Filosofía y Letras. La situación apremiaba de verdad.

No sabía de la docencia, no entendía la importancia social, era más la urgencia de contribuir con sus padres. Lo que nunca calculó fue que la educación lo enganchó y se dio cuenta de sus carencias. Apenas se acomodó, la situación mejoró en su casa y entró a estudiar de nuevo, esta vez la licenciatura en Educación en la Universidad Pedagógica Nacional (UPN). Luego regresó a la Facultad de Filosofía y Letras a terminar la licenciatura que dejó inconclusa.

David fue el primero que operó una plaza comunitaria del Inea en Guerrero, ahora son unas 100, pero la mayoría están “tiradas”: sin internet, sin equipo, sin operatividad.

Hace 15 años fundó la plaza comunitaria Ignacio Manuel Altamirano, la misma que opera en el Centro de Educación, Arte y Cultura Paulo Freire. David ahora es el coordinador del departamento de Servicio Educativos de Instituto Estatal para la Educación de Jóvenes y Adultos (Ieejag).

La mitad de estos 15 años, la plaza comunitaria fue casi itinerante, anduvieron de un lugar a otro. Estuvieron en las instalaciones del Suspeg, en la plazoleta del barrio de San Mateo. Hubo momentos donde se sintieron ya establecidos, firmaron un convenio con el ayuntamiento y se fueron a unas instalaciones del DIF, en la colonia Viguri. Pero los caprichos de los gobernantes los sacaron de nuevo.

En 2018 ganó el ayuntamiento el perredista Antonio Gaspar; su esposa, Yazmin Arriaga, pidió el espacio que ocupaba la plaza comunitaria.

El perredista ofreció un espacio en el centro para evitar un conflicto. David accedió pero un día —sin más— el entonces alcalde dejó de pagar la renta. Y fue así que una tarde de hace ochos años David apareció con sus estudiantes en el pórtico del Centro de Salud de la colonia Bella Vista.

En estos 32 años, David ha experimentado lo que es educar en la adversidad. Nunca, ni ahora, ha tenido las condiciones mínimas pese a la dificultad que implica educar a jóvenes y adultos.

En el centro educativo falta casi todo, el Inea no les paga ni el internet ni el agua, ningún servicio. Hay un centro de cómputo con computadoras inservibles, obsoletas. El Centro de educación en realidad es un cuarto con divisiones: dos salones de dos por tres metros con puertas carcomidas por la polilla, el centro de cómputo, una recepción, el pórtico que sigue siendo utilizado como un aula. Apenas, por iniciativa de los voluntarios, han ido construyendo una biblioteca, que en realidad es un cuarto estrecho de dos metros de largo por uno y medio de ancho.

En esta plaza comunitaria 270 estudiantes están inscritos, 60 por ciento son mujeres. Los 270 están distribuidos en los cuatro círculos de estudio que hay en la ciudad.

“Del Inea nos dijeron que nos iban a dar pintura, es la hora que no llegan los botes de pintura”, dice David.

Los estudiantes que llegan al centro de educación son distintos, son singulares, tienen biografías escritas con la rudeza de la vida.

“La mayoría de los estudiantes que atendemos son personas que el mismo sistema formal de educación ya los rechazó. Aquí nos han llegado personas con problemas de alcoholismo, con problemas de violencia familiar y los tenemos que entender. Son alumnos que necesitan mucha atención. Son estudiantes que llegan, luego se van, regresan al año. Y eso complica, porque en el modelo convencional, llegue o no lleguen los estudiantes, los profesores cobran, acá no, acá hay que irlos a buscar, ellos priorizan primero comer, trabajar y luego estudiar, por eso es importante entender el contexto del que vienen”.

—¿La motivación de este tipo de estudiantes es muy distinta a los que van a escuelas “convencionales”?

—Sí, ellos ven la educación con mayor utilidad. Estudiar les permite resolver un problema con su patrón, el albañil nos dice que quiere explicarle a la gente que su trabajo es bueno. Una vez llegó una persona a aprender a leer y a escribir porque le quitaron sus propiedades, fue uno de sus hermanos y abusó porque no sabía leer ni escribir. Es una necesidad de la vida, quieren resolver situaciones de su vida diaria.

A todos estos estudiantes los atienden profesores que no tienen ninguna certeza laboral.

“Todos los asesores participan de manera voluntaria, aparentemente, pero hacen todo lo de un trabajo. Por máximo pueden ganar hasta cuatro mil pesos al mes. No pueden ganar más porque es por resultado. Les pagan sólo por alumno que pasan los exámen. No lo valoran y luego no les pagan a tiempo, ahorita les deben lo de abril. Siempre estamos peleando por eso, no valoran pero son los asesores los que sostienen todo el modelo del Inea. Esa parte es muy injusta, los directores siempre trabajan para sus intereses y no por la educación”.

 

 

Juana mantuvo como un secreto el no saber leer ni escribir. Se lo ocultó a todos, incluidos sus hijos.

Una vez, Juana llamó a su hija y a su hijo. Les pidió que la acompañaran a un evento. No les dijo el motivo. En la calle del centro educativo todo estaba listo: la mesa del presidium, las sillas para los estudiantes y para los invitados.

Los hijos pensaron que le daría un reconocimiento a su madre. Comenzó el acto. Nombraron a Juana y le entregaron su certificado de primaria.

Juana recuerda bien la cara de sorpresa de sus hijos. Desconocían que su madre no sabía leer ni escribir. Tenía la idea de que había estudiado unos años la primaria.

El evento terminó, sus hijos pasaron de la sorpresa al reclamo. Le reclamaron porque nunca les dijo que no sabía leer ni escribir y de paso porque había sido tan exigente para que ellos estudiaran.

Al final los dos la abrazaron orgullosos de ella.

Estos dos años, Juana ha dedicado todas las noches a hacer sus tareas. Regresando de su trabajo se relaja un rato, se prepara un café y comienza a contestar sus libros.

—Ahora que ya sabe leer, ¿su vida ha cambiado?

—Yo comencé a aprender a leer con la biblia, ahí le intentaba leer, no sabía nada de vocales, de sílabas, nada. Cuando yo entré acá comencé a enderezar las cosas. Pero haber aprendido a leer me ayudó mucho a conocer la biblia. Y ahora siento que ya me quiero, ya me cuido más. Antes nunca me peinaba, antes todo era para los hijos. He aprendido a quererme. Acá aprendí a escribir, medio leía pero no escribía nada. Eso me ha ayudado mucho. Ahora voy a trabajar en una armadora de refrigeradores en Monterrey. Hace unos años era la que barría, pero le dije al jefe ya no quiero barrer, ya sé leer y quiero comenzar armar los refris. Ahora coloco los cables donde se necesita saber los números.