Elección judicial y corrupción estructural:
el porvenir de una legitimidad vaciada

Víctor García
La legitimidad del Poder Judicial —como lo sostiene Niklas Luhmann— no deriva exclusivamente de su aceptación social, sino de su funcionalidad sistémica: la capacidad de producir decisiones jurídicas racionales conforme a un código normativo autónomo.
Bajo esta premisa, la reciente reforma al Poder Judicial Federal en México, que instauró la elección popular de juezas, jueces, magistraturas y ministras y ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, debe analizarse no desde el entusiasmo democrático, sino desde la estructura del derecho.
La justicia, por definición, no puede estar subordinada al aplauso de la mayoría.
Como lo advertía Alexander Hamilton en The Federalist Papers, “no hay libertad si el poder de juzgar no está separado del legislativo y el ejecutivo”.
Pero la elección directa de los órganos jurisdiccionales erosiona justamente esa separación. Instala incentivos ajenos a la función judicial: el cálculo político, la necesidad de financiamiento, la dependencia electoral.
En suma, fractura el principio de imparcialidad, tanto subjetiva como objetiva, que según el estándar del Comité de Derechos Humanos de la ONU (Observación General N.º 32) constituye un pilar del debido proceso.
Una justicia en campaña: la perversión de la legitimidad
El ideal de carrera judicial y designación meritocrática, sostenido por órganos autónomos de evaluación, ha sido sustituido por un modelo de elección directa, sin filtros técnicos suficientes.
Ello desplaza lo que Luigi Ferrajoli llama legitimidad epistémica —basada en la competencia y el saber jurídico— por una legitimidad de origen popular que no garantiza imparcialidad ni idoneidad.
El nuevo esquema favorece, estructuralmente, fenómenos de corrupción sistémica:
• Clientelismo judicial, entendido como la devolución de favores a quienes financiaron o promovieron la candidatura.
• Captura institucional, donde la judicatura se alinea a intereses partidistas o económicos para conservar su posición.
• Corrupción por omisión, donde el miedo al desgaste político inhibe la resolución de casos controvertidos.
Autores como Rose-Ackerman han documentado cómo las estructuras institucionales que reducen la rendición de cuentas técnica, pero aumentan la dependencia política, son caldo de cultivo para la corrupción judicial. México, en este nuevo régimen, camina exactamente hacia ahí.
El juez electoral: entre el derecho y la popularidad
El derecho procesal constitucional mexicano está en crisis. ¿Cómo mantener estándares de imparcialidad, razonabilidad y motivación judicial, cuando el juzgador debe responder no a la Constitución, sino al padrón electoral? Esta tensión es más aguda en el ámbito electoral, donde las resoluciones del Tribunal Electoral ya no podrán separarse del cálculo político que llevó al cargo a quien las emite.
La Corte Interamericana, en el caso López Lone y otros vs. Honduras, ha sido contundente: la independencia judicial requiere no solo autonomía estructural, sino garantías frente a presiones externas. La elección judicial por voto popular invalida ambas dimensiones.
Hacia una teoría anticipatoria de la corrupción judicial
Este modelo no solo erosiona el presente: proyecta un futuro predecible. Si el acceso al cargo judicial depende de apoyos políticos o económicos, y no del conocimiento jurídico o la ética profesional, la corrupción no será una desviación del sistema, sino parte constitutiva de él.
En términos de Teubner, el sistema normativo habrá sido colonizado por el sistema político.
El resultado será una justicia incapaz de proteger derechos, vulnerable a la presión de los actores poderosos y sin autoridad epistemológica frente a la ciudadanía. La corrupción no se limitará a sobornos: será una corrupción institucional, simbólica, estructural.
Conclusión: entre el constitucionalismo de fachada y la reforma inacabada
La elección popular de jueces en México no solo representa un cambio procedimental.
Es un giro ideológico, un rediseño del poder judicial desde una concepción plebiscitaria que contradice los principios fundantes del Estado constitucional.
Si no se corrige —si no se regula técnica, normativa y éticamente este modelo—, la legitimidad del sistema de justicia se verá vaciada de contenido.
Y como advertía Ferrajoli, un poder judicial sin legitimidad epistemológica ni autonomía estructural es un simple instrumento del poder, no un límite a él.
El futuro de la justicia mexicana está, por ahora, en manos de la política. Pero el derecho debe alzar la voz antes de que lo que hoy es advertencia, se convierta en realidad estructural.




