Arturo de Dios Palma
Alpoyecancingo, Ahuacuotzingo.
Cristina Bautista Salvador, 49 años de edad, es nahua, campesina que siembra maíz, frijol y calabaza para sobrevivir. En estos diez años se convirtió en una de las caras más visibles en el movimiento por la presentación de los 43 normalistas de Ayotzinapa desaparecidos por policías de Iguala y presuntos criminales la noche del 26 de septiembre del 2014 en Iguala.
Ser una de las caras más visibles de uno de los movimientos sociales más importantes de la última década es algo que Cristina no escogió, es más, desearía no estar ahí porque el costo ha sido muy alto: tener a su hijo, Benjamín Ascencio Bautista, desaparecido.
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Cristina conoce la adversidad. Siempre la ha tenido de frente. En la cara. Sabe que para lograr algo debe trabajar duro. Hace 25 años se convirtió en madre autónoma. Un día de 1999, el padre de sus hijos se fue a trabajar y nunca más volvió. Benjamín y su hermana menor, Mayrani, no lo recuerdan. Cristina no se cruzó de brazos, no podía.
El 20 de enero de 2000, Cristina fue a la iglesia de su pueblo, se encomendó con el santo patrono San Juan Bautista y salió rumbo a los Estados Unidos (EE.UU.). Todo era incertidumbre. Una aventura que no deseaba. Recuerda que llegó por la noche del día siguiente a Aguas Prietas, Sonora. Se integró a un grupo y comenzaron a caminar por el desierto. Dos horas caminaban y dos descansaban. Así lo hicieron hasta las 2 de la tarde del otro día. Cuando pararon, el grupo de 22 personas se dividió. En una camioneta los hombres y en otra las mujeres. Los acomodaron como cigarros, recuerda. Tomaron caminos de terracería. La camioneta donde viajaba Cristina logró llegar a Arizona, a la otra la detuvo la migra. De ahí viajó a Connecticut.
En Connecticut, trabajó durante casi dos años en un restaurante sin saber inglés. Tenía que envolver cubiertos en servilletas para que los meseros los tuvieran disponibles. El trabajo fue sencillo, recuerda. Y sí, comparado con las faenas en los campos, envolver cubiertos fue sencillo.
El 7 de diciembre de 2001 regresó a Alpoyecancingo. Traía el dinero que logró ahorrar. Encontró su casa de adobe muy dañada por las lluvias. No lo pensó mucho: la derrumbó y comenzó una nueva. La construcción avanzó pero el dinero se terminó. No quedó de otra: pidió prestado para no dejar tirada la obra.
Dos años después, la deuda por la casa, más la falta de un empleo, Cristina se vio obligada a irse a EEUU de nuevo. Esta vez fue más fácil: caminó tres horas por el desierto y ya estaba del otro lado. Conseguir trabajo, en cambio, fue más difícil y la necesidad de ganar dinero mayor. Tenía que enviar dinero para pagar la deuda, continuar con la casa y para los gastos de sus hijos.
Finalmente consiguió trabajo y no sólo uno, sino dos. Por las mañanas preparaba hamburguesas en un Burger King y por las tardes limpiaba parabrisas y enjabonaba llantas en un lavado de autos. Durante cuatro años trabajó de 7 de la mañana a 12 de la noche, los siete días a la semana. Otra vez el 7 de diciembre de 2007 regresó a Alpoyecancingo. Logró pagar las deudas, no terminó su casa pero si la convirtió un espacio seguro para su familia y juntó algo para un negocio.
En Alpoyecancingo montó una tienda de ropa y una panadería. Volvió al campo a sembrar maíz. Todo lo hacía con sus hijos. Los cuatro, Cristina, Laura, Mayrani y Benjamín, se iban a limpiar y abonar las milpas. A las 3 de la mañana se levantaba a preparar el pan y a las 6, Benjamín y Mayrani salían con sus canastos a venderlos. No regresaban hasta que terminaban. Cuando llegaban, Cristina tenía listo el almuerzo. Por las tardes vendía chicharrones y palomitas. El mismo mecanismo: Cristina los preparaba, ellos los embolsan y salían a vender. Los jueves vendía pozole. Todo lo hacían juntos. Cristina por fin sentía algo de estabilidad, de ahí pagaban su alimentación, su ropa y los gastos de la escuela.
“Antes del 26 de septiembre, era muy feliz con mis hijos”, dice Cristina.
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Cuando Benjamín estaba terminando el bachillerato me pidió que me fuera a trabajar otra vez a los EEUU porque su primer sueño era estudiar Computación e Informática. Me dijo: cuando yo terminé mi carrera y me ponga a trabajar tú ya no vas a trabajar. En ese tiempo regresar a los EEUU me estaba pesando mucho, muchos de por acá iban se regresaban, iban dos, tres veces, era más complicado. Ya no me quería endeudar, pensaba: si no paso me van a cobrar y no quería eso. Después me enteré que en Atlixtac estaban contratando para trabajar con visa. Saqué mi pasaporte y fui a preguntar, me dijeron que solamente hombres, que no había para mujeres. Una persona me dijo que me diera mi vuelta por si salía algo. Así estuve yendo. Yo le decía a Benjamín que buscara otra carrera, que si con esa carrera iba a tener trabajo. Benja me decía que podía tener un trabajo privado. Y como no me podía ir, me puse a trabajar aquí vendiendo comida y pozole. Vendía ropa. Nos las pasábamos trabajando con mis tres hijos. Esa vez no se inscribió en ninguna escuela porque en bachilleres no le dieron su certificado, le faltaba el servicio. Y entró al Conafe, en Educación Inicial. Buscó a los adultos y les daba clases. Le dijeron que si daba clases un año, le daban una beca por otros tres y aceptó.
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Es la mañana del 7 de septiembre del 2024, en Alpoyecancingo. Cristina no deja de echar tortillas al comal. Anda con un mandil y se mueve con agilidad en su pequeña cocina.
—Coman, están calientitas las tortillas —ofrece.
Cristina explica que estos días decidió pasarlos en Alpoyecancingo para cargarse de energía rumbo a la jornada de lucha por la exigencia por la presentación con vida de su hijo y de los otros 42 normalistas.
Estar con su hija Laura y sus cuatro nietas la reanima. Cada vez que puede corre a Alpuyecancingo, busca reponer el tiempo que no ha podido estar, sobre todo, con sus nietas más pequeñas a las que ha visto crecer de lejos. Ahora no desaprovecha ninguna oportunidad de ir a bañarse al río con sus nietas, aunque eso signifique caminar más de una hora por un camino empinado. Esta mañana, Cristina se ve cansada pero su rostro muestra tranquilidad. Su voz y su mirada también.
“En estos días me ha dolido de todo, pensé que era dengue pero los análisis salieron que no”, dice con alivio.
Alpoyecancingo inspira tranquilidad, está metido en medio de montañas donde se respira aire fresco, está lejos de murmullo típico de las ciudades. Es pequeño, rural, de calles estrechas, de tierra. En el pueblo no hay casi nada donde pasar el tiempo, más que ir al río a echar un chapuzón y el campo.
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Las madres y los padres nunca se imaginaron tomar un micrófono en la Plaza de la Constitución. Nunca pensaron marchar y gritar justicia. Nunca pensaron llevar como símbolo el rostro de su hijo en su pecho. Son madres y padres que increpan al poder, que hablan con sencillez y que tienen esa fuerza moral que les ha dado mucha consistencia. Son un colectivo que tiene una sabiduría y una gran luminosidad por su testimonio, por su ejemplo, por su palabra, por su resistencia, por su coherencia de vida. Por su amor a sus hijos y por su amor a la patria. Ellos no se van a vender: no están peleando por unos pesos. Pelan por la verdad, es decir: están anunciando una etapa diferente para que nunca más haya un México con desaparecidos. Estamos ante una etapa que marca a nuestra generación: la generación de los 43. [Abel Barrera, director de Centro de Defensa de los Derechos Humanos de la Montaña, Tlachinollan]
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El 29 de septiembre de 2014, Cristina llegó a Ahuacuotzingo a ver a Mayrani donde estudiaba el bachillerato. Eran las 9:30 de la mañana.
Mayrani fue directa. Le preguntó si sabía cómo estaba Benjamín porque un profesor le había dicho que los normalistas habían tenido un enfrentamiento con la policía. Cristina comenzó a marcarle. Le marcó una, dos, docenas de veces, Benjamín nunca respondió. Intentó tomarlo con calma, almorzaron.
Luego, recibió una llamada de un hermano que vivía en Chilpancingo. Fue más específico. Le dijo que tenía el periódico en la mano. Le leyó parte de la noticia: 57 normalistas estaban desaparecidos y el nombre de Benjamín estaba en la lista.
“Si vas a la normal me dice para acompañarte”, propuso el hermano.
Cristina no lo pensó más y se fue a la normal a Tixtla. Su hija intentó calmarla:
—Si algo malo le hubiera pasado ya nos hubieran avisado, dejaste tu número en la normal.
—Y si lo anotaron mal.
A las 3 de la tarde Cristina llegó a la normal. En la entrada vio llegar una camioneta con estudiantes, ninguno era Benjamín. Se quedó parada en el portón de la normal, nadie se le acercó. Vio llegar otra camioneta llena de jóvenes. Tampoco venía Benjamín.
Preguntó si era cierto que había estudiantes desaparecidos. Los normalistas que cuidaban la puerta lo confirmaron. Cristina se identificó, les dijo que era madre de Benjamín. También le confirmaron que su hijo era parte del grupo de los desaparecidos. La hicieron pasar. Cuando llegó a la cancha de la normal, Cristina se encontró con muchas madres y padres, casi todos llorando, también se topó con decenas de reporteros.
Esa vez recuerda que la invadieron decenas de preguntas: ¿Y si Benjamín escapó?, ¿Sí está perdido por los cerros?, ¿Si está herido?, ¿Y si no puede caminar por el hambre?, ¿Tendrá frío?
Ahí comenzó esta pesadilla que después de diez años no puede terminar.
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Era el 10 de mayo, Benjamín llegó con regalos para mí, para sus abuelas y para su hermana por el Día de la Madres. Y nos dijo que ya había sacado ficha en la normal de Ayotzinapa. Nos dijo que un maestro de Tixtla le platicó de la normal y que sacó ficha. Nos dijo: Voy a estudiar en la normal y ya cuando termine estudio lo que yo quiero. Me preocupé y le dije mejor ya no estudies, hay que trabajar juntos. Aquí hay que hacer pan y tú sales a vender a Loma Bonita y ganamos un dinerito, a lo mejor compramos un carro y lo vas a vender. Me dijo: no, yo quiero seguir adelante. Yo no quiero trabajar con el lomo, yo quiero trabajar con mi cerebro. No te preocupes mamá. Nos dijo que 22 de junio iba a hacer el examen, pero que eso era lo fácil, lo difícil era la semana de prueba, que iban a hacer ejercicios. Nos dijo que quería pasar a la primera porque no quería esperar otro año. Se llegó la fecha y me dijo: si tú estás de acuerdo que yo vaya a estudiar me tienes que ayudar, tienes que prenderme mi veladora. Prendeme una porque ya me voy mañana y toda la semana. Al otro día, se fue con su machete, con alimento de animales que le pidieron. No quiso que lo acompañara. A la semana regresó bien feliz, pelón, bien quemado y sus ojos hinchados, pero contento de que se quedó.
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Cristina borda el rostro de Benjamín en un pedazo de tela, ese será el estandarte que portará en las movilizaciones por la década de la desaparición de los 43 estudiantes. Sus manos las mueve con agilidad, no paran. Bordar le ha servido para ocupar su mente en los días más difícil. Este es el tercer estandarte en estos diez años. Sentada en su cocina, con el rostro iluminado, cuenta todo lo que hace diez años hacía con sus hijos. Para confirmar sus dichos, señala hacia una repisa de cemento donde están las bandejas donde preparaba las palomitas y los chicharrones que Benjamín y Mayrani salían a vender.
Eso quedó atrás, forma parte de su otra vida, la vida donde estaban todos sus hijos, donde no tenía que ir a marchar, ni a reuniones a verle la cara a funcionarios que con palabras bonitas le disfrazas les han ocultado la verdad.
En el primer piso de su casa, está la división de cristales parados en una estructura de aluminio. Esa era su tienda de ropa. Está vacía, casi abandonada. No hay rastro de que ahí hubo un negocio que sostenía a la familia. Pero no sólo es la tienda, la casa luce semi abandonada. Desde 2014 se ha ido vaciando: primero la dejó Benjamín, quien se fue a estudiar a Ayotzinapa; luego fue Cristina quien fue a buscar a Benjamín, ahora también vive en Tixtla; más tarde se fue Mayrani a Chilpancingo a estudiar para estar más cerca de Cristina. La casa en la mayoría del tiempo es ocupada por Laura y sus hijas.
“Mi hija está molesta con todo esto, fue la que se quedó sola aquí”, dice Cristina.
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El movimiento que encabezan las madres y los padres de los 43 es la última estocada a ese régimen caduco, a ese régimen de mucha corrupción, de complicidades con la delincuencia organizada. Hoy las madres y padres son ese ejemplo de dignidad, ejemplo de lucha. Representan el no claudicar, los principios. Las madres y padres de familia también viven complicaciones que se urden desde la esfera gubernamental, intentan fracturar, dividirlos, porque es una lucha contra los poderes establecidos, contra el statu quo. Hoy es la única lucha que ha cuestionado al gobierno actual y se han hecho blanco de ataques del propio gobierno al ser una piedra en el zapato. El movimiento que se mantiene en la misma línea sin moverse un ápice, desde 2014 su única línea es la verdad. [Vidulfo Rosales Sierra, abogado de los padres y madres de los 43]
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En 2015, un grupo de madres y padres acompañados por sus representantes legales estaban frente a un auditorio lleno en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), en la Ciudad de México. Todos estaban ahí para escucharlos. Cristina estaba nerviosa, las participaciones habían concluido y le tocaba su turno.
Cristina, recuerda, no sabía qué decir, era su primera vez que hablaría en público, y no sólo eso, sino ante un auditorio lleno.
“Lo que se me ocurrió fue hablar de mi hijo, de Benjamín, yo no me di cuenta pero luego me dijeron que todo el auditorio estaba llorando por lo que yo les conté”, dice.
Desde ese día, Cristina no ha dejado de hablar de Benjamín, de exigir su presentación con vida. Le ha demandado verdad y justicia en la cara a dos presidentes de la República.
Esa vez, para Cristina fue una liberación, llevaba meses sin poder hablar de la desaparición de su hijo, el dolor se lo impedía, las palabras se le atoraban en la garganta. Además al inicio le costaba expresarse, cuando llegó a la normal su español se mezclaba con su náhuatl.
Vidulfo Rosales Sierra desde el primer día de la desaparición de los 43 estudiantes, ha sido el abogado de las madres y padres. Ha estado muy cerca de ellos. Los ha visto crecer y sufrir. Los ha visto en las pocas victorias y en las derrotas.
“Cristina es una madre que cuando llegó a la normal no sabía hablar español, le costaba mucho trabajo hablar en español, con el paso de los días, fue aprendiendo, después su expresión era mayor, más fluida. Ella ha agarrando una capacidad impresionante, es una de las personas que dirige, una de las madres que se le encomiendan muchas cosas importantes. Yo creo que es de las que más ha crecido, más se ha fortalecido, más ha aprendido”.
Rosales Sierra ubica otro punto de quiebre de Cristina, éste en el interior de grupo de madres y padres:
“Doña Cris era de la Comisión de Finanzas, llegó un momento en que rindió cuentas claras y a muchos no les gustó porque iba señalando: fulano gastó tanto. Entonces eso generó como mucho cuestionamiento y generó que hubiera una especie de alejamiento. Entonces una vez llegó llorando conmigo y me dice: licenciado ya no me dejan pasar a la reunión de los padres. Le dije: usted tiene todo el derecho de entrar a la reunión. A lo mejor los padres me pueden impedir el paso a mí. Vaya usted a la reunión, entre y diga que es una madre igual que todos. Recuerdo que agarró, pasó a la reunión y se posicionó. Les dijo: yo no me voy a salir, al igual que todos yo tengo un hijo desaparecido aquí y me voy a quedar y nadie me puede sacar. A partir de ahí de doña crisis empezó a crecer a partir de ahí”.
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El 15 de septiembre en la normal le dieron día libre a Benjamín, aprovechó para entregar documentos en Chilapa por lo de su beca de Conafe. Luego se vino a Ahuacuotzingo, llegó a la hora de la comida. Comimos juntos con su hermana. Estaba feliz. Ahí llegó la maestra que vivía donde mi hija rentaba, lo conocía porque él también vivió ahí. Platicamos y la maestra le preguntó cómo te iba en la normal. La maestra sí sabía que la normal es de lucha y yo en ese momento no lo sabía. Le dijo: Mira Benjamín te voy a dar un consejo, sé que ustedes hacen muchas actividades: no vayas adelante ni atrás, vete en medio. Cuando le dijo cómo que cambió y me miró. Luego Benjamín nos contó lo que pasó en la semana de prueba, nos dijo que un día viernes ya no aguantaba, que ya no tenía fuerza y faltaban dos días. Nos contó que en un momento libre, se fue a un espacio solo y que una señora le llevó una Coca y un pan. Se los comió a escondidas y con eso agarró fuerza y no se rindió. Esa fue la última vez que comimos juntos, que platicamos porque me dijo: no me marque, no me mande mensajes y les voy a llamar hasta que tenga chance.
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Cristina está parada al borde de una ladera, de ahí se miran las montañas que rodean Alpoyecancingo. A un lado está su parcela. Este año calcula que cosechará más o menos ocho cargas, unas dos toneladas de maíz. Todo será para hacer tortillas y para alimentar sus animales.
Estos últimos años, Cristina trata de pasar el mayor tiempo posible en su casa. Su papel activo en el movimiento, le ha servido para tener mayor participación en su pueblo. En 2022, formó parte del comité de vigilancia de los caminos artesanales.
Alpoyecancingo es de los pocos pueblos que cumplió su meta: tienen pavimentado desde el crucero hasta la entrada del pueblo, unos 7 kilómetros. Y lo mejor: el camino estuvo a cargo de las mujeres del pueblo y Cristina jugó un papel predominante, fue la tesorera, la encargada de las compras, los pagos y todos los trámites. También le tocó organizar las brigadas de trabajo y la cocina.
Su papel lo cumplió a cabalidad, se logró la meta y mejor aún: hasta les sobró material.
Esto es algo que también cuenta con orgullo y no es para menos: puso a las mujeres en un papel protagonista, lejos del que se le asigna en muchos pueblos de la Montaña.
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A diez años de la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa los efectos en los padres son cada vez más evidentes: diabetes, parálisis facial, asma, hipertensión arterial, dolencias, ansiedad, insomnio. Mucho insomnio.
El Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) en su periodo de investigación documentó 180 víctimas directas incluyendo seis ejecutadas extrajudicialmente [tres normalistas, dos integrantes del equipo Los Avispones y un taxista], además de 40 heridos: entre ellos, el normalista Aldo Gutiérrez aún se encuentra estado vegetativo, en los ataques en la noche del 26.
Entre las víctimas, dice el GIEI, se debe considerar a los familiares de las víctimas directas, que son al menos 700 personas. Muchas de esas familias por estos hechos perdieron su cotidianidad, se rompieron, se dividieron. Padres que buscan a uno de sus hijos e hijos que se crían solos porque sus padres puedan buscar al hermano que les falta.
Estos diez años han sido de desgaste emocional, físico, económico para los padres y madres de los 43. Todos están firmes en la búsqueda de sus hijos, aunque algunos han tomado pausas por razones esenciales: pobreza y enfermedades.
En diez años murieron una madre y tres padres. En 2018, a causa de cáncer, murió la señora Minerva Bello; en 2021 por Covid, falleció Bernardo Campos; ese mismo año murió el señor Saúl Bruno Rosario y en 2022 don Ezequiel Mora falleció de un infarto.
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Desde la primera vez que fue a buscar a Benjamín, Cristina volvió a su casa, en Alpoyecancingo, 19 meses después.
“A los 19 meses pude venir a mi casa, yo decía cómo voy a llegar a mi casa sin mi hijo, me sentía mal, decía: la gente me pregunta y qué le voy a decir”, cuenta.
Desde ese 29 de septiembre, cuando se enteró de la desaparición, Cristina se distanció de su casa, de su familia y se dedicó a buscar a Benjamín.
“Cambió muchísimo, como toda una madre anda buscando a su hijo pero sí se aisló demasiado de nosotros por estar luchando, en las marchas. Sí viene por unos días y se va”, dice Mónica Bautista Salvador, hermana de Cristina.
Mónica es una de las hermanas muy cercanas a la familia de Cristina por una razón: es de la misma edad que Benjamín, se crió con él más que una tía como una hermana. Las temporadas de Cristina en EEUU las vivieron juntos. Incluso fue su defensora en la secundaria.
“Ya no es la misma de antes; ella siempre ha sido bien activa, bueno era activa. Ella sembraba, vendía comida, de hecho a veces le ayudaba, no mucho, a hacer pan o en el campo o en la cocina. Ella siempre le buscaba la forma de cómo sobresalir y pues ya los estos años han pasado, pues ya ella cambió muchísimo. Hay días que la vemos agotada pero pues ella sigue en pie”.
—Cuando lo ven así, ¿qué hacen ustedes?
—Tratamos de motivarla y no pensar en cosas negativas, la hacemos reír.
Alpoyecancingo, sin embargo, sigue siendo el refugio para Cristina.
“Cuando me siento cansada, agobiada me vengo para acá a refugiar, pues cuando me siento mal, me enfermo, me he enfermado, pues ya no voy a las actividades, me vengo a recuperarme, a ver a mis papás mis hermanas”, dice Cristina sentada en medio de la cocina de su casa.
Sin embargo, este refugio cada vez lo visita menos. Durante este tiempo, Cristina no festeja su cumpleaños con su familia en Alpoyecancingo.
Mónica recuerda que la última vez fue hace 12 años, fue una fiesta sorpresa que le prepararon Benjamín, Laura y Mayrani.
“Ella casi no festejaba sus cumpleaños pero esa ocasión sus hijos se organizaron para una comida y nos involucramos también. Uno de mis hermanos la llevó al campo en lo que nosotros preparamos aquí la comida y ya llegó y sus hijos le dijeron que se bañara y se arregló y cuando salió ya la teníamos preparado todo. Ese fue su último cumpleaños que festejó acá”.